Je ne fais pourtant de tort à personne
En n'écoutant pas le clairon qui sonne
La mauvaise reputatión, George Brassens
En el mundo pues no hay mayor pecadoQue el de no seguir al abanderado”
La mala reputación, versión de Paco Ibáñez
Cataluña no es una nación, sino un rincón eternamente
victimista (a pesar de haber sido favorecido a menudo) de nuestra Península; al igual que Israel tampoco se comporta como es esperable en una nación que en cambio tiene todos los papeles ante la ONU, sino como una milicia armada. Francia sí; Alemania también (a veces por desgracia),
hasta España o El Perú son naciones y no le veo la ventaja a eso, porque yo creo, aclaro, que toda nación es una nación de mierda,
las banderas incómodas sustitutas del papel higiénico y los himnos mala música
que no sólo no me enardecen sino que me ensordecen y si me hacen levantar, como en la canción de Brassens y en la versión de Paco Ibáñez, es sólo para cerrar las ventanas y volverme a la cama. Oigo a un prestigioso corresponsal extranjero que no hay buen
periodismo sin preguntas. Por supuesto tampoco hay ciencia sin preguntas ni
verdadero conocimiento de cualquier tipo sin preguntas. Pero el nacionalismo no
tiene preguntas, sólo certezas, casi siempre falsas o manipuladas, por tanto,
no es parte de ningún saber, sólo contiene emociones en flagrante contraste con
las del resto del mundo, no es sino una pulsión exclusivista.
Lo he contado en otra ocasión; a finales del verano de 2014 fui en coche a Dover en busca de mi entonces mujer y mi perra y tras cruzar el estrecho correspondiente desembarcamos en un Calais alterado de inmigrantes desesperados y cruzamos en diagonal la dulce Francia hasta la Provenza y tras un poco de turismo atravesamos la frontera para arribar a Gerona donde P tenía un congreso, pero no sin antes visitar la catedral y buscar el Tapiz de La creación del mundo. Para mí y para muchos gozadores hay un triunvirato de bella vida, o de vita bella o de vita beata, formado en el suroeste de Europa, por la Toscana italiana, la Provenza francesa y el Ampurdán catalán y español. Un triángulo de belleza y del buen saber vivir. Pero al llegar ilusionados a la hermosa Gerona (no escribo Girona porque no lo estoy haciendo en catalán, como no escribo London salvo que lo haga en inglés), después de una estancia prolongada en Inglaterra y una grata travesía por Francia, por primera vez nos sentimos extranjeros y mal recibidos. Cuando hablar castellano en Cataluña se convirtió en un problema dejé de sentir afecto y respeto por el camino que había emprendido tantos, demasiados, catalanes. Como los fanfarrones, aunque éstos tengan en su haber verdaderos logros, el que los magnifiquen grandilocuentemente hace que pierdan todo su valor, sobre todo si desprecian los de sus vecinos. Cataluña ha perdido oxígeno, se ha hecho irrespirable, sobre todo en las zonas rurales, antes tan gratas, y en las urbanas, antes tan cosmopolitas, a toque de alzamientos nacionales donde sólo faltan los curas con trabucos, que tanto temía con razón Goya, y los segadores con hoces, que de momento se quedan en los himnos.
Estos indignados catalanes tan jóvenes e ignorantes, son necios además, porque ignoran lo que ignoran, no saben que no saben y además, me temo, les importa un bledo (una suerte de acelga silvestre, Amaranthus retroflexus, que apenas alimenta ni da caldo). No saben que las revoluciones nacionalistas, todas, son involuciones, palos en las ruedas del único progreso político evidente: la abolición de fronteras y la nación humana como única aceptable y no indigna. Las peleas por los territorios, como bien sabían los barones del Medioevo, son también peleas por sus súbditos (y sus tributos y su trabajo), que no ciudadanos.
Entonces me aterró ver la bella ciudad plagada de banderas separatistas, igual me habrían aterrado las unionistas. Ahora me entristece su réplica en Madrid, con sus balcones llenos de banderas españolas que siempre he asociado a un régimen perjudicial aunque las de ahora sean constitucionales y sin el aguilucho. Sí, quizás lo que menos perdono del catalanismo separatista es que haya hecho resurgir el unionismo españolista, cuando mi patria son la gente de cualquier sitio y su territorio el que abarcan mis zapatos.
He perdido el afecto por Cataluña y sus catalanes más fervientes como lo perdí en su día de mi lejana infancia por los curas, que en el fondo vienen a ser lo mismo: fanáticos bienintencionados (los más, no todos), y todos sabemos que las buenas intenciones no bastan, hace falta lucidez, inteligencia para desarrollar la verdadera bondad, la que hace mejor la vida para todos. No, ya no quiero a los catalanes, al menos a su mitad más conspicua y vociferante. Pero no los deseo ningún mal ni ningún castigo. Sería como deseármelo a mí mismo.
CODA
A
veces lo que se ve como causas sólo son pretextos y las verdaderas causas, las eficientes que diría Aristóteles,
están ocultas en intereses oscuros de naturaleza económica o directamente delictiva. Nacionalismo
rancio es una redundancia, como lo es cloacas del Estado, puesto que todo Estado es una cloaca que evita que los humanos nos muramos entre nuestra mierda, contra lo que creía Rousseau y lo que temían mis admirados ácratas. Todas las guerras del pasado siglo en Europa,
las
dos llamadas mundiales y la más cercana y terrible de la extinta
Yugoeslavia, han
sido causadas por esta lepra xenófoba disfrazada de amor a la tierra (y
desprecio de la ajena). La otra gran causus belli histórica es la religión. Dios y patria son malos inventos además de
ya innecesarios,
'cuestan' demasiado para lo poco que hoy ofrecen. El tercer mal invento
es el
capitalismo, basado inexorablemente en el intercambio desigual: de
trabajo
frente a capital, de pobres frente a ricos, de hombres frente a mujeres,
de
unas generaciones frente a otras (incluso las aún no nacidas como en el
caso
del medio ambiente y el agotamiento de recursos), de unas regiones
geopolíticas
frente a otras. El expolio y finalmente un cuarto invento: las
fronteras,
permeables para ricos, dinero y productos; herméticas y peligrosas para millones
de
seres humanos. Por eso no sólo no creo en Dios sino que no creo en su
necesidad, aunque entiendo la que existió en el acientífico y temeroso pasado para inventarnos una y otra vez uno o muchos a nuestra imagen y semejanza. No creo en
las
fronteras pero entiendo por qué existen, no creo en el capitalismo pero
entiendo por qué existe y a veces cómo funciona, y al que tampoco le veo sustituto, pero sí imagino necesarias y urgentes sogas políticas con las que controlarle; no creo en las patrias, esos lugares tan simbólicos como reales donde aleatoriamente nacemos, pero
ahí está
el mapa del mundo, un puzle de colorines. El caso
es que me entristece ver tantas ventanas con banderas, me da igual de
qué bando; me entristece ver más iglesias que bibliotecas, me da igual
de qué religión, porque estoy convencido (escuchad, yihadistas idiotas del mundo) que es más sagrada la tinta del sabio que la sangre del mártir; me entristece este mundo tan fascinante y a la vez tan
aberrante, tan bello y tan mísero. Creo que ser tolerante, ateo,
apátrida, culto y consciente de los privilegios propios es una de la
maneras más honestas de estar instalado en el mundo, aunque no digo que sea la
única, pero sí más coherente que ser independentista catalán neotrosquista y aliado de burguesones corruptos. Creo que los seres humanos nos hemos metido en un
angosto
camino desde hace siglos y no sé si es un callejón sin salida. En los callejones sin salida en realidad si hay una, obvia: retrocediendo, aunque nunca se recorre exactamente el mismo camino, de la misma forma que no se baña uno en el mismo río, como bien señaló Heráclito y tan mal se le entendió, porque no se trata sólo de que el agua fluye, sino de que nunca somos los mismos los que volvermos a bañarnos en ese río distinto y el mismo, distintos y los mismos nosotros. Todo cambia, nada permanece, salvo la estupidez que no varía su menú a lo largo de la Historia. Así que Panta Rhei y Carpe Diem.