martes, 17 de abril de 2018

Prometeo en primavera: el color verde del follaje apenas brotado de los árboles



Probablemente los pájaros lo saben y así lo proclaman. Muy pronto, cuando apenas acaba de alejarse el invierno, no hay verde más bonito que el del follaje de los árboles cuando empieza a brotar. Es el verde del comienzo de todo, del paraíso y de la creación, del mundo eternamente renovado, de los primeros minutos del universo, el big bang equinoccial. 

Estoy convencido que el universo no tiene finalidad, la evolución no tiene finalidad, la belleza no tiene finalidad (aunque sí efectos, como el universo, como la evolución), el ser humano no tiene finalidad (y cuántos enormes efectos ha tenido el ser humano sobre el mundo, en ello reside todo el ecologismo), pero universo, evolución, belleza, seres humanos, incluso sin sus efectos sobrevenidos, se justifican a sí mismos, todo es mera gratuidad. ¿Cómo van a entender eso los mercachifles y en especial los mercaderes del esfuerzo ajeno, incluidos los que venden y comercian con cultos a dioses?

Que un animal fabrique instrumentos y los use es increíble, algo casi inédito en el universo y en la evolución por lo que de momento sabemos. Lo mismo que andar erguidos (bueno, eso lo compartimos con los avestruces y unos cuantos seres zanquilargos más), pero con unas manos liberadas para usar delicadamente esos instrumentos, y también armas. Y hablar con un lenguaje articulado tan ambiguo o preciso, según y a veces, como poético en ocasiones. Y encender fuegos (y de paso quemar los bosques o a nosotros mismos). 

Pero si tuviera que elegir dos rasgos definitorios de lo humano optaría por la apreciación de la belleza y por la solidaridad, lo que nos hace más humanos que la fogata, el hacha de piedra, las centrales nucleares e Internet. Por tanto, no creo que haya un acto más exclusivamente humano que el de contemplar el mundo. No para cazar, ni para evitar ser cazado. No para buscar refugio, sino simplemente —ahí es nada, ahí está todo— para contemplarlo. Y así, estar, saberse, sentirse, instalarse, tomar conciencia. No hay otro ecologismo más profundo y más válido, menos impostado, más consecuente, ninguna forma mejor de restituir a los humanos a su entorno, sin utilitarismos, sin afán de transformarlo, que contemplarlo. Toda vida es memorable y corta, ¿por qué desperdiciarla en obsesiones, en acumular cosas, en metas transitorias?, ¿acaso hay formas mejores de vivir que mirar alrededor? Sin embargo, con toda nuestra tecnología, nuestra soberbia, nuestros siglos de truculenta historia, todavía para una gran parte de la humanidad contemplar el mundo es un lujo inalcanzable, estando ocupados en sobrevivir.

El color verde de las hojas no se reduce simplistamente sólo al átomo de cobre de la clorofila. Sí, sabemos cosas, cada vez más cosas, pero sentimos las cosas? Las sentimos cada vez menos, menos que las sentía el artesano, y antes el pastor, y antes el cazador paleolítico. Conocemos, pero ese conocimiento es como vivir en una isla en un mar desconocido. El conocimiento científico aumenta, la isla se hace más grande, pero también paralelamente se amplia ese litoral que linda con lo desconocido. La ciencia nos vale para seguir ampliando la isla, pero la poesía y las sensaciones son lo que nos permite lidiar con las fronteras de lo ignoto. Algunos lo llaman lo trascendente. Como ateo no materialista, presto atención a eso. No demos por sabido que las hojas son de color verde; hay que verlas. Es una putada que el Ebro se desborde, convendría prevenir (la mejor forma de dominar el Ebro, como de dominar la naturaleza, es obedecerlo), pero a mí me anima ver a esas personas que contemplan al monstruo anegador maravillados.
 
Lo que realmente anuncia la primavera no es al verano, sino la vana esperanza de que el invierno se haya ido definitivamente y de que no volverá. Lo decía el filósofo inglés Simon Critchley, ocasional comentarista del fútbol (el ballet de la clase obrera, en su genial definición) y fan declarado de ese gran Liverpool hoy venido a menos, citando al Prometeo de Esquilo. Cuando los dioses le preguntan que más nos ha dado a los hombres además del fuego y la tecnología:
Prometeo: Evité que los mortales previeran la fatalidad.
Coro: ¿Qué cura descubriste para esa enfermedad?
Prometeo: Sembré en ellos esperanzas ciegas.

La esperanza ciega de que el único horizonte de la primavera es el verano. Así de olvidadizos somos los seres humanos, así de esperanzados, por culpa de Prometeo; o sea, por nuestra culpa. Nuestra roca del Cáucaso, la esperanza infinitamente renovada y el olvido necesarios. Y ese verde tan bonito.

 


viernes, 13 de abril de 2018

El dedo de ET: amor a la patria y esperpento



Alguien que no es Blancanieves pero sí quizás su madrastra, se mira todas las mañanas en un espejo deformante porque no tiene otro: sus enormes narices y orejas, la boca desmesurada, los ojos saltones, las piernas raquíticas y el torso en tonel. Se rie. Hasta que descubre que el espejo es normal; el que no es normal sino muy feo es el que se refleja en el espejo. Esperpento. No se abusa del término cuando se aplica a la España de entonces o a la de ahora mismo, quién sabe si a la del futuro. El guiñol de los felices veinte de Valle-Inclán siguió el siglo, nutriéndose de personajes como Tejero, Milans del Bosch... para llegar a la vejez cinegética y putañera del rey Juan Carlos, elefante por allí, cortesana por acá, y al presente con esos ministros de una democracia laica concediendo medallas a la virgen y cantando soy el novio de la muerte mientras evaden dinero que saquean de los servicios públicos a paraísos fiscales. El esperpento se define como una deformación exagerada de la realidad, pero, ¿qué pasa cuando es la mismísima realidad deforme? ¿Nos reímos o nos asustamos? Valle-Inclán era un retratista demasiado fiel con la realidad, incluso complaciente, la embellecía.

Yo creo, y no soy el único, que la nostalgia es revolucionaria contra lo que se podría pensar apresuradamente. Son los pragmáticos, los que sólo viven el presente, los auténticos reaccionarios. El revolucionario nostálgico toma del pasado las lecciones para mejorar el presente. Lo decía Pasolini, “El pasado es la única crítica completa del presente”. Los jóvenes, como es lógico no tienen nostalgia porque aún no tienen historia ni memoria, pero los viejos debemos saber usar la nostalgia no para lamentarnos, como los reaccionarios pragmáticos que ignoran todo tiempo que no sea el suyo, sino para criticar y cambiar y mejorar lo que no tiene de bueno el presente, y así, junto a los jóvenes, ser una fuerza de cambio. Contra Franco vivíamos mejor porque aparte de ser algunos mucho más jóvenes teníamos menos dudas. Los que leyeron mal, casi todos, el nihilismo anarcoide de Nechaev se tomaron al pie de la letra aquello de cuanto peor, mejor. Lo tomó literalmente la ETA cuando se puso a asesinar a militares y policías y sobre todo a sus mujeres e hijos, a ver si se producía un levantamiento que empeorara y removiera todo. Pero lo peor eran ellos, la ETA. 

Ahora esa lección mal aprendida y siempre repetida hasta el próximo curso la han adoptado los independentistas catalanes con la impagable colaboración de su espejo, los españolistas del gobierno de España. Cuanto peor, mejor. Quemamos neumáticos, cortamos peajes, zapateamos encima de los automóviles de la guardia civil (me gustaría verles hacer eso en tiempos del dictador), montamos referendums en cubos de basura, expulsamos a las empresas, sobre todo: ignoramos a la mitad más uno de los catalanes, no respetamos nuestras propias leyes de autogobierno y menos  todavía las de todos y especialmente la constitución. Con que sí, pues os acusamos de rebelión armada, de terrorismo, de sedición, de malversación de caudales, os metemos en la cárcel a la espera de juicio y os anulamos todo derecho cívico como concurrir a una elección. Es como si cuando existía verdadero terrorismo en España, el de los tiros en la nuca y las bombas, el Estado hubiera reaccionado sólo con guerra sucia, los GAL y demás. Una forma de reforzarse mutuamente, o de descalificarse mutuamente, una forma efectiva de cuanto peor, mejor. Para que todo mejore, es preciso que antes sea mucho peor. Ese parece ser también el lema de estos chicos de la CUP, tan ignorantes de la historia. El terrorismo blanco de despacho, la contrarrevolución es tan lamentable como la revolución nihilista, con ministros ladrones (o consellers de la Generalitat), con policías brutales (o mossos igual de eficientes en la tortura), con patriotas de ambos bandos a cual más cerril. La provocación nihilista y su respuesta de despacho, antes de ministerios, ahora de fiscales y jueces. Envilecidos ambos bandos, ambos bandos estúpidos, aliados a ladrones, con utopías decimonónicas a las que llaman democracia. Y el noble pueblo, cuando se harta, vota a Rajoy.

El simpático y queloniáceo alienígena ET señalaba con su largo y luminoso dedo hacia el sector del cielo estrellado donde se supone que está alfa centauri (o según otras nomenclaturas más poéticas, Rigel Kentaurus), y decía eso de “miii casaaa”. El recuerdo es el único camino a casa. Lo saben muy bien los voluntariosos y heroicos migrantes forzosos que intentan llegar a este geriátrico que se llama Europa. En cambio, parecen ignorarlo esos nacionalistas que se supone que aman tanto al pedazo de tierra en el que por azar han nacido. Los primeros intentan superar fronteras, abrirlas en todos los sentidos; los segundos, reforzarlas o crearlas donde todavía no las hay. El patriotismo no como amor al sitio natal sino como odio al de al lado, es decir, no sólo la patria como último refugio de los canallas -como decía Ambrose Bierce- y de los ladrones, sino de los estúpidos. La patria no como nacida del amor, sino del miedo, como rivalidad, como agresión, como narcisismo, como ambiente prebélico… Mientras el universo sigue en expansión, nos cuentan los cosmólogos, estos patriotas se empequeñecen, se aíslan. 

¿Qué es el patriotismo, odio o amor?, ¿en qué consiste realmente este amor a un país?, ¿cómo nace esa lealtad anhelosa sin fisuras sin dudas, tantos novios de tanta muerte, creando atmósferas cada vez más enrarecidas y tóxicas?; ¿cómo, si ese amor es verdadero y no una actuación de plañideras, se convierte tan fácilmente en la cortina de humo que elevan los tontos útiles para ocultación de los canallas, y en cualquier caso en fanatismo tan vil y tan insensato? ¿Cómo odia uno a un país, o lo ama? Yo conozco gentes, ciudades, campos, bosques, montañas, ríos, costas, idiomas distintos, rostros diferentes e iguales, acentos, entonaciones, conozco cómo se pone el sol en otoño junto a ciertas colinas, sobre un campo arado, pero qué sentido tiene encerrar todo eso en unas fronteras, darle un nombre, adjudicarle una bandera y… ¿dejar de amarlo cuando el nombre cambia? ¿El amor al país propio es el odio al que no lo es? ¿Amor propio? Mala cosa hacer de eso una virtud y hasta una profesión. Ignorancia, supongo. Cuando el sabio señala la luna, el estúpido mira el dedo. Cuando el migrante señala al futuro, el nacionalista mira al pasado.