jueves, 26 de enero de 2017

Quo Vadis Europa (La obviedad de Europa, 2)




Pues va desbocada a la grupa del toro enloquecido de lujuria. Puede parecer un paradoja, en estos momentos en que la unión política de Europa se ve tan amenazada, pero en cierto modo, el modo malo, Europa es cada vez más Europa. Me explico: la imagen, el icono de Europa es la frontera, desde aquellas primeras murallas que cercaban las ciudades, hasta esta Europa asediada por miles de inmigrantes y refugiados; del mismo modo que el icono de Estados Unidos me parece que es la autopista y sus ciudades no son sino encrucijadas de esos caminos. Y no se me mencione Nueva York o incluso San Francisco porque en cierto modo no son ciudades norteamericanas, sino multiculturales, al margen del país y adelantadas a él, europeas. Esa percepción es la que ha hecho afirmar a Claudio Magris, un estudioso de las fronteras de que “la frontera se convierte casi en sinónimo de Europa”. No es un presente ni un futuro deseables, porque es un retroceso, aunque sea un retroceso a ciertas esencias, esencias detestables.

Hay procesos que aminoran ese amurallamiento. Como la tolerancia, pero la tolerancia no es sino el reconocimiento de un derecho de los ‘otros’ a ser y actuar a pesar de que detestamos esa forma de ser y actuar. Un expediente para evitar el conflicto de forma pragmática, igual que el comercio es el sustituto de la guerra como decía Benjamin Constant en De la libertad de los antiguos comparada con los modernos, porque permite hacernos con los bienes de otros sin tener que usar la violencia. Tolerancia no es lo mismo que respeto, como compasión no es lo mismo que igualdad de derechos.

En Europa además no sólo nace la democracia, sino que también aquí se corrompe, porque la democracia no sólo peligra prosaicamente como procedimiento para tomar decisiones colectivas, en su forma política, se podría decir, sino como forma de vida social, como coexistencia pacífica, como canalización de la violencia, como emancipación de las personas, como ámbito de libertad. Europa además es cada vez más hipócrita, y la hipocresía es el grado mínimo de la moralidad, como la tolerancia lo es de la aceptación del otro. Los hechos son bien duros; si lo que define a Europa, lo que es Europa, son las fronteras, hay que recordar que en esas fronteras, abiertas al comercio de bienes y armas, mueren a millares las personas.

Hablaba de la excepción estadounidense, de ciudades como Nueva York, que no es Estados Unidos. Eso quizás nos de la pista de un futuro metropolitano europeo como una de las salidas viables del ensimismamiento europeo, porque las grandes urbes, a diferencia de las aldeas y pueblos, de la tradición rústica, se edifican sobre el anonimato y la diferencia; o sea, en la ciudad uno puede ser ciudadano del mundo, al igual que en la aldea uno sólo puede ser aldeano. En las urbes se aligera el peso de las tradiciones, la advertencia del pasado, todo se renueva, se modifica y convive. La calle abigarrada, donde se escuchan cientos de acentos y decenas de idiomas parece así la única hospitalidad concebible para Europa. Cuando todos los ciudadanos (me encanta al término a la inversa que el de pueblo) somos al fin refugiados en el anonimato de unas ciudades que no mitifico, pues son demasiado grandes para construirse en monolíticas comunidades. Valga una cosa por otras.

Pero claro, buscar el refugio de las grandes ciudades, unificar sus propósitos como intentan algunos gobiernos municipales como el de Madrid y Barcelona en España, no basta aunque parece un buen camino. Porque subsiste el problema de que en la Unión Europea (¿y no es así en el resto del mundo?) "los elegidos no gobiernan y aquellos que gobiernan no son elegidos" (Joseph Stieglitz). No hay que olvidar que la principal frontera no es físicamente detectable aunque sí muy apreciable por todos, es la marcada por la secesión de los ricos, que es la que da la clave de lo que está sucediendo ahora y que algunos formulan, olvidando esto, como el dominio de la economía sobre la política. Como con la tolerancia respecto al respeto, el capitalismo extractivo y financiero propone resolver esta brecha—a la par que sigue dinamitando el Estado del bienestar— como en la Edad Media, mediante el donativo; es decir, retrocediendo de un sistema de derechos a uno de compasión (y espectáculo, véase el post anterior).

Las propias incoherencias ecológicas, sociales y hasta termodinámicas del capitalismo con su propuesta fantasiosa de un crecimiento económico sin fin es tan absurda y peligrosa como cualquier quimera de Al Qaeda, como señala Josep Ramoneda. No es ahí donde están las soluciones, sino donde radican los problemas. Cada vez estoy más convencido de que el capitalismo, al menos el realmente existente, es incompatible con la democracia y con la vida digna de los ciudadanos. Así pues, la democracia está en peligro y Europa vive una lógica y profunda crisis de confianza en la política. Los gobiernos, en la medida que se han convertido en siervos de la oligarquía del capital ya no representan el interés general; y en dicho sentido, es muy acertada la consigna de los nuevos movimientos y partidos de “no nos representan”. No nos representan, en efecto, aunque los hayamos elegido. Los iconos de la crisis, el deterioro de la sanidad, la educación y el acceso a la vivienda son elocuentes. No es tampoco de extrañar que los nuevos populismos tanto de derecha como de izquierda trabajen sobre la hipótesis de la oposición entre las élites y el pueblo, es decir, bastante más que la afirmación del populismo como simple etiqueta de los que rompen los consensos institucionales del bipartidismo, sino la ocupación de los espacios abandonados por los partidos tradicionales.

Si la Unión Europea quiere subsistir debe dejar atrás el pasado fronterizo que la define y restaurar dos equilibrios de poder: el de poner límites al poder económico y el de devolver a la política su autoridad. Thomas Picketty, Daniel Cohen y otros lo han formulado así “La cuestión central es simple: la democracia y los poderes públicos han de recuperar el control de manera efectiva y regular el capitalismo financiero globalizado del siglo XXI. Una moneda única con 18 deudas públicas diferentes con las que los mercados pueden especular libremente y 18 sistemas fiscales y de prestaciones en rivalidad desenfrenada entre sí ni funciona ni funcionará jamás”.

Europa, al revés que América, es una tierra muy gastada, de naciones demasiado cargadas de historia, pero con un modelo social —ese que las élites quieren eliminar y que en Estados Unidos jamás ha existido por el que es admirada y envidiada en el resto del mundo. Un mundo donde a pesar de ese narcisista espionaje consentido que son las redes sociales, todavía existe la intimidad, donde los individuos poseen un espacio propio, aunque la mayoría se olviden de que una conversación en Twiter no es una cena en casa. Donde la mezcla es inevitable, donde Europa como tierra de paso y de acogida, como tierra de historia gastada y acumulada, debe ser tierra de derechos es decir, de ausencia de discriminación por lengua, origen, sexo, raza, posición social y cultural; lo que hace agradable la vida en sus ciudades, lo que diferencia, pese a estar repleta de inmigrantes, la hostilidad laboral de El Ejido en Almería, tierra de invernaderos, de la acogedora y frenética vida cada cual a lo suyo de Madrid. La alternativa es la cultura del miedo, o de la seguridad absoluta, que viene a ser lo mismo.

Lo mismo se podría decir de la libertad de expresión, que no debería ser solo un derecho, sino una cultura, como la tolerancia es una simple concesión, no un respeto, la tolerancia es paternalista: le doy la palabra a pesar de que sé que está equivocado, sino que se trata de admitir la posibilidad de que el equivocado sea yo y que el otro me convenza, esa es la base del multiculturalismo enriquecedor y no los guetos tolerados, los ateneos, no las mezquitas. Y la libertad de expresión debe ser combativa con las dos formas de corrección política, la económica, que dice que no hay alternativas y que subyuga al poder político y a la democracia, y la moral que pretende limitar el lenguaje y la crítica confundiendo el respeto a las personas con la limitación a lo que se puede decir, olvidando que la corrección política del momento está en manos del poder económico que es el que ejerce el poder normativo. Yo soy muy tajante: no creo en la existencia del delito de opinión, por más que muchas opiniones no sólo no me parezcan respetables sino ampliamente detestables, porque no todo lo detestable, como la mala educación, debe ser delito, eso solo conduce a Estados policiales, que prohiben hasta el humor como una falta punible de respeto.

También la laicidad. Creo que las religiones siempre existirán y cuando no, son sustituidas por algo peor, porque el ser humano de hoy está hecho con los mismos materiales que el que inventó los dioses, así que la única solución es separar las religiones de los poderes públicos y mantenerlas en el ámbito estrictamente privado. Además, las religiones más en expansión actual, como el islam, le han dado la vuelta a la sentencia de Nietzsche: si Dios existe todo está permitido (por ejemplo masacrar a los no creyentes).

Si los dirigentes actuales siguen utilizando las cifras como vendas para no ver a las personas, esto no tiene solución, porque negándonos toda alternativa lo único que se fomenta es la cultura de la indiferencia, de todas formas, los otros están aún peor. Sólo en este aspecto entiendo los secesionismos. Menos ambicioso que el tanguista con el mundo, en este caso, solicito que pare Europa porque me apeo. Sé que esto de arriba no ofrece respuestas, pero es que me adhiero a la afirmación de Savater de que la filosofía no está para salir de dudas, sino para entrar en dudas. Porque la duda no implica ignorancia, sino conocimiento y de ninguna manera desemboca en la inacción, simplemente conoce sus propios límites. La duda no es un fin, sino un medio, como la democracia, como Europa, como sus acogedoras, pese a todo, ciudades. Claro que los dogmáticos, los que no dudan, soltarán su coletilla favorita que es "más a mi favor", que no es el mío.

lunes, 23 de enero de 2017

La obviedad de Europa





Europa es una obviedad. Una obviedad cultural, geográfica y política. Lo malo de las obviedades es que nos impelen a creer que ya está todo dicho. Pero puestos a decir —sí, ya sé que la cosa no pinta muy bien, pero somos el ocho por ciento de la población mundial que acumula el cincuenta por ciento de las prestaciones sociales a ese mismo nivel mundial: no seamos tan quejicas—, puestos a decir, repito, podríamos decir que para cualquier europeo anterior a la caída de Constantinopla Europa era una señora que raptaba el toro de Zeus; nadie pensaba en Europa ni en sí mismo como europeo; pensaba como gascón, borgoñón, normando, frisón, flamenco, vizcaíno, castellano o genovés, pero ¿europeo? En realidad fueron los turcos del Imperio Otomano los que generaron una idea de Europa, —o al menos forzaron unos límites geopolíticos: del Atlántico a los Urales, de Lisboa al Bósforo— cuando al invadir las ruinas del imperio bizantino, el imperio cristiano de oriente,  provocando en 1453 la caída de Constantinopla, obligaron al papa Nicolás V a llamar a los soberanos cristianos a la unidad y a luchar por…¡Europa! Sí, ya sé que resumo mucho, y más que lo voy a seguir haciendo; a veces eso aclara mucho. Pasan siglos y Europa se la reparten dos no europeos, un estadounidense, Roosevelt y un georgiano del Cáucaso, Stalin. En mi opinión la Europa más típica, la Mitteleuropa, es la que se queda tras el telón de acero, la Europa de los compositores, las catedrales, las viejas universidades, las imprentas de tipos móviles. Antes de eso, Francia había llegado con la Ilustración y su Libertad, Igualdad y Fraternidad, e Inglaterra con su revolución industrial y su parlamento. Porque a la vez que renacía o nacía la idea tan obvia de Europa, nacía el romanticismo y las naciones, y desde entonces créanme, ambas ideas no han hecho sino chocar.

La Europa amurallada, acojonada, del 8% del 50%, nace de una forma más cutre, uniendo carbón y acero, como esos señorones de sombrero de copa y puro. Pero a alguno se le ocurrió que se podía intentar una cierta unidad política, más que nada porque ese invento romántico de las naciones había provocado dos Guerras Mundiales y decenas de millones de muertos, aunque Europa ya tenía un buen curriculum de guerras, de cien años, de treinta o de siete días (Bueno, no, esa fue en Oriente Próximo). Hoy damos por hecho muchas cosas, como la posibilidad de viajar de Lisboa a Varsovia sin bajarse del tren y sin que te pidan los papeles, sin detenerse en frontera alguna. Y si queréis una prueba del nueve o más domésticamente del algodón, preguntar si se sienten europeos los nacionalistas o los populistas extremos. Os dirán que sí, pero con una boquita tan pequeña que no pasaría por ella el punto de la i.

La Europa actual es una mierda porque la crearon mercaderes, que siempre van a lo suyo, pero hubo gentes que la vieron como una idea no tan obvia, una idea pacificadora, cultural, política, la historia común de un montón de generaciones y seres humanos, y les pareció importante reconducirla en ese sentido profundamente político. Intentan que Europa sea algo más que una inestable y desigual alianza económica. Tienen que lidiar con esos intereses y encima con el resurgir, sólo comparable al de los años veinte y treinta del pasado siglo, de los nacionalismos y los populismos extremos. Después de una campaña de mentiras y medias verdades, el Reino Unido se ha separado de esa Europa. Y en otros países los demagogos siguen echando leña al mismo fuego. Entre tanto, los políticos europeos no es que carezcan totalmente de poder, eso es una simpleza, sino que no quieren ejercer ese poder en un sentido favorable totalmente a Europa. Y la razón estriba en la contradicción entre ese afán europeo y contentar a sus votantes nacionales: su caladero de votos y los beneficiarios de acciones europeistas no coinciden.

La idea de una unión política supranacional es lo que hoy está en riesgo por culpa en gran parte y sin paradoja que valga, de la timidez de las reformas políticas tanto en las naciones que la constituyen como en la misma Unión, pero también por la crisis económica, por el aludido resurgir de los nacionalismos populistas y por una globalización basada en el injusto Intercambio Desigual entre pobres y ricos dentro y fuera de sus fronteras, ignorando sobre todo el fenómeno demográfico más relevante de nuestros días: las migraciones masivas. Porque los europeos echan pestes de Europa, en gran medida con razón, pero los de ‘fuera’ quieren entrar en este lugar tan criticado, y ellos sí que tienen buenas razones: sobrevivir y tener vidas mejores. En este sentido, se ha intentado una Constitución Europea, pero Francia y Holanda, socios fundadores, la rechazaron tras consultas en sus respectivos países. En España salió que sí, pero sólo participó en la consulta un 42% de los posibles votantes. Hay una Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea que es vulnerada siempre que conviene por todos y cada uno de los miembros, empezando por asuntos tan prioritarios como la libre circulación de personas y sin haber conseguido, tras la unión monetaria, una unión fiscal y salarial. La sensación acertada es que los intereses de unos pocos se sobreponen a los de la mayoría, como en todas partes.

Europa tiene muchas cosas de las que enorgullecerse, y la mayor sería conseguir esa unión política, pero también tiene muchas cosas de las que avergonzarse como su papel protagonista en el el colonialismo de los siglos inmediatamente anteriores a este. La globalización ha impuesto, entre otras cosas un modelo de vida que se supone que es bueno para todos, pero a la vez se impide que accedan a ese modelo los destinatarios de ese idílico relato.

Hay una forma muy sencilla de ser idiota; una condición necesaria aunque espero que no suficiente. Para ser un polaco idiota, o un catalán idiota, o un español idiota, no hay más que sentirse orgulloso de ser polaco, catalán, español... por el mero hecho de serlo. Sin embargo, no estoy seguro de que sentirse orgulloso de ser europeo sea una forma de imbecilidad; creo que depende. Si ser europeo, además de un feliz accidente de nacimiento, es una forma de enmascarar los intereses expoliadores de unos pocos, pues yo no soy europeo a pesar de haber nacido en Madrid. Pero si ser europeo es reivindicar el papel emancipador de la Ilustración y los derechos humanos, el laicismo, una posibilista igualdad de oportunidades, un feminismo no declarativo sino real e igualitario, entonces sí que quiero ser europeo, y lo querría aunque hubiera nacido en Somalia, sobre todo si fuera pobre, inteligente y mujer.


 Mi Europa, empezando por España


Puesto que quiero ser europeo como he dicho más arriba, incluso y sobre todo en el improbable caso de que fuera una inteligente (y bella) mujer somalí, ¿qué Europa deseo? Tengo claro la España que no quiero y eso me ayuda a pensar en la Europa que sí quiero. Lo explicaré más adelante. La vieja política con sus partidos e instituciones tradicionales se creó para resolver los problemas de los ciudadanos. Ya no lo hace. De hecho, la gente percibimos que el poder y la política ya no están unidos, o si se prefiere, que el poder está en otro sitio, sea en los mercados o en las instituciones globales, 'troikas', ONUs y demás. Pero, ojo, la llamada nueva política puede que no sea tan nueva y, por tanto, que tampoco pueda cambiar este estado de cosas. Una novedad, cualquier novedad, no trae aparejada, por el mero hecho de serlo, su bondad. Entonces, la política ¿qué hace? Da el espectáculo, literalmente; no hay más que mirar alrededor, a la prensa, la televisión, las redes sociales, las campañas… espectáculos, y la llamada nueva política ha irrumpido 'en' e incluso 'desde' ese espectáculo: uno de esos 'nuevos' máximos líderes es una estrella de la tele. En los años sesenta del pasado siglo los situacionistas franceses, con Guy Debord a la cabeza, generaron la expresión (y el libro del mismo título) de La sociedad del espectáculo. A eso ha quedado reducida la política —no hay más que ver como se vienen arriba los partidos en las campañas electorales—, una carcasa, una cáscara en la que una adhesión banal y reversible (el desencanto), como la de los hincha por sus equipos de fútbol  o la de los fans por sus estrellas del espectáculo, ocupa el lugar del compromiso y la participación genuina de los ciudadanos. Y como tal espectáculo, regido por su eficacia como tal (postureo se dice ahora) y también por las modas, cuya característica es… pasar de moda. No se trata de cumplir los programas electorales, ni de presentar alternativas viables, sino de salir en las fotos, a ser posible junto a multitudes, con fondos de rostros que asientan a lo que diga el líder. Aparecer en esos espectáculos ha dejado hace mucho de ser un medio para lograr adhesiones para convertirse en un fin en sí mismo: el espectáculo (malo, por cierto). Con tanto ruido (los altavoces están muy altos y rugen a todas horas) es difícil conseguir algo de calma para la reflexión. También habría que poner remedio al autismo escasamente poroso de los partidos, tanto en lo que respecta a las personas como a las ideas. Quizás así, acabando con el espectáculo, se consiga un debate político de calidad, en lugar de halagar a la ciudadanía de forma acrítica, tosca y constante.

¿Cómo reconstruir el vínculo político entre representantes y representados, que por otra parte me parece la forma de reivindicar la política? Los partidos no son participativos ni transformadores, todo lo más movilizadores, especialmente, quizás porque estén menos agotados, los nuevos. Por otro lado, apelar a vaguedades como la solidaridad, la fraternidad, la justicia no conduce a nada porque jamás se traduce en acciones, sólo se concitan emociones. A mí me parece que la única forma política de construir fraternidad es el federalismo, tanto en España como en Europa. Fraternidad es la relación entre hermanos, es decir, entre iguales, no entre padres e hijos, ni siquiera entre conyugues. Relaciones horizontales que en el sentido territorial son los entes federados. Por eso, desde siempre, aunque se proclame lo contrario, el federalismo es lo que más han temido los nacionalismos. Gobierno compartido, autogobierno y cooperación con soberanías compartidas en las que decidir es codecidir ¿Se parece eso a España con sus Cataluñas, Murcias, Riojas y demás? ¿Se parece eso a la Europa que tenemos? ¿Es tan difícil conseguirlo? Sí, es muy difícil, pero también era difícil abolir la esclavitud o el trabajo infantil. Termino como empecé el post anterior: una Europa Federal y unida con órganos de poder compartido horizontalmente, con una justicia y una fiscalidad únicas es un ideal. Los ideales son esencialmente irrealizables, aunque no sé si este lo es, pero sirven para tensionar la democracia, para hacerla avanzar como alimento esencial. No es que de ilusiones también se viva, sino que sin ilusiones no se puede vivir dignamente.

domingo, 22 de enero de 2017

El presente eterno de los populismos

Para Chófer Fantasma, que me regaló una idea


"Las palabras son nuestras gafas. Equivocar la palabra es equivocar la cosa". Giovanni Sartori.

Los ideales son esencialmente irrealizables y por lo mismo necesarios; es decir, los ideales no se inventan para ser realizados totalmente, sino para alimentar la tensión democrática, su avance, su alimento esencial. De ahí la ucronía de los populismos, que como ha señalado perspicazmente un comentarista del blog, viven en un presente eterno, sin perspectiva. El perfeccionismo democrático instantáneo conduce inexorablemente al fracaso. La política fue durante siglos el cumplimiento de los designios de los más fuertes hasta la invención de la democracia liberal, que es en realidad el nacimiento de la política, a menos tal y como se concibe hoy. El perfeccionista-populista considera que los ideales deben realizarse al pie de la letra. Cuando se da cuenta de que, al forzarlos, produce resultados inversos, aumenta la dosis, los exagera, y la revolución inevitablemente adopta la imagen de Saturno y devora a sus hijos o los que pudiera tener. De ahí a considerar que lo existente (la casta) es intrínsecamente malvado sólo hay un pequeño paso, y otro más para decidir que para extirpar el mal del mundo hay que destruirlo y crear un mundo nuevo. Otro paso es la idea de que nada cambia sin violencia, y otro que la libertad nunca se nos otorga sino que hay que arrancarla con la fuerza. Paradójicamente, todo este romanticismo revolucionario que supuestamente mira al futuro, solo está instalado, como dije antes, en ese eterno presente donde no hay pasado que valga (la Transición) ni futuro visible, sólo ideales, ideales de un presente lógicamente imperfecto. Es algo que comparten con los nuevos nacionalismos, también instalados en su eterno presente, aunque aludan superficialmente al pasado como una serie interminable y convenientemente manipulada de agravios, pero insistir en que todo nacionalismo es populista es una obviedad: como el Estado en el que están incluidos es lógicamente imperfecto, crearemos una nación que por definición será perfecta (?). Otro paso más, en realidad un pasito, es considerar que la violencia no es solo necesaria (un mal necesario), sino también redentora. Aquí es importante distinguir entre fuerza y violencia. El Estado que me impone sus leyes, me detiene, me procesa (con procedimientos judiciales preexistentes) es fuerza. El agresor que me roba esgrimiendo un arma es violencia, como la masa que me lincha. Confundiendo ambos conceptos, en absoluto idénticos, y confundiendo el famoso dictamen del monopolio de la fuerza por el Estado, de Max Weber, es como se llega a acusar de violencia al Estado —el agente primario de la violencia— y, por tanto, al sistema democrático, pero no al de la dictadura del proletariado, a la democracia ‘popular’, sino al de la democracia liberal parlamentaria, resaltando los rasgos infames —que los hay— del Estado capitalista.

¿La revolución es creativa destruyendo? Parece una paradoja, pero si esa violencia destructiva elimina impedimentos para que nazca algo nuevo y mejor puede admitirse. Pero, ¿qué pasa cuando desde el presente eterno, incluso haciendo buenos diagnósticos de las imperfecciones y males, no hay ningún proyecto de soluciones, lo cual es lógico si estamos en ese presente instalados, sin perspectivas hacia atrás y hacia adelante? La carrera hacia ningún lugar, o la corsa verso il  nulla, que dice Sartori. Lo que sabemos con certeza de la evolución humana es que los innovadores se situan en los márgenes de los instalados y es de ellos de donde surge el futuro, pero los populistas ni son innovadores ni son marginales (sería un error considerar así a estos movimientos intrínsecamente de masas); en realidad, instalados en su presente eterno son  conservadores, negando toda posibilidad de reformismo, o sea, de futuro.

viernes, 20 de enero de 2017

El mundo que viene con Trump




No voy a sustituir mi excelente colección de jazz por música tonkinesa, pero quién sabe. Las pequeñas naciones inventan nimiedades como el reloj de cuco (que parece que fue alemán) o el chocolate con leche (que parece que fue invento belga; en realidad, el mejor invento suizo ha sido la aspirina, aunque Hoffmann era alemán, lo realizó en Suiza), pero el mundo avanza en lo esencial a través de la hegemonía de sucesivos imperios. La dominación imperial, el capitalismo (o el libre mercado si se prefiere) y la innovación científico técnica son las tres patas  de ese taburete que llamamos con optimismo feroz 'progreso' humano.

Cualquier imperio del pasado, desde el de los mongoles al romano, no puede subsistir sin poder militar, sin invasión cultural y sin dominio económico. Por eso que el Imperio norteamericano derive hacia un aislacionismo militar, un proteccionismo económico y una xenofobia cultural indica que está cercano su fin como hegemónico; ya aparecen claramente otros polos como el chino para sustituirlos. Nos guste o no, no debemos olvidar que el imperialismo, romano, mongol o norteamericano, es una forma de civilización que produjo el latín como lengua oficial y universal, el código romano, las obras públicas, las rutas comerciales y el capitalismo y el liberalismo. Las metrópolis de los imperios son los principales beneficiarios de esos imperios, pero eso no quiere decir que el resto del mundo no reciba beneficios en forma de bienes culturales o paz mundial, por mucho que ese sea un intercambio netamente desigual. De hecho, la todavía actual metrópolis imperial, los Estados Unidos, ha superado la crisis de 2008 mucho más rápido que el resto del mundo. Hasta ayer mismo eran además un buen referente de diversidad, innovación y tolerancia. Trump parece que va a cambiar todo eso; Estados Unidos seguirá siendo una potencia y una gran nación pero perderá influencia ¿Es eso una buena noticia? Depende. Lo paradójico es que los máximos beneficiarios de la globalización renuncien a ella.

Como señala el analista José Ignacio Torreblanca, no sería la primera vez en la historia que los imperios se suicidarán. Pasó con la famosa expansión marítima de la China de comienzos del siglo XV. Hoy, mientras Trump y May anuncian su intención de autarquía, China defiende con ímpetu la globalización. Sin embargo, nos guste o no, vivimos en un mundo de cultura anglosajona, con dominio de su idioma y de sus productos culturales, desde sus libros, infinitamente traducidos, a sus películas, incomparablemente más exitosas, pero sobre todo merced a sus dos instituciones más apreciadas, la democracia representativa y el capitalismo, que es lo mismo que decir que el liberalismo como filosofía política. Son caminos tortuosos y hasta torticeros hacia la libertad, pero al igual que la Pax, que era romana, esa libertad es anglosajona. El exitoso modelo chino, en cambio, reúne lo peor de ese mundo: la depredación capitalista sin las libertades políticas.

No me gusta lo que viene, por mucho que tenga críticas hacia lo que ha sido hasta hace poco. Un sobrevalorado líder político español, ufano de su miope pragmatismo, dijo que no importaba si el gato era negro o blanco siempre que cazara ratones, pero el gato chino no va a compartir sus ratones con nadie, ni siquiera el rabo y yo prefiero ser un gato neoyorquino (mojado pero acariciado por Audrey Hepburn y George Peppard), que un gato pequinés cocinado en salsa de soja.