miércoles, 29 de noviembre de 2017

El fetichismo de las masas






(Los dos de arriba fumando, ¡será posible!)

Como ya he señalado anteriormente, creo que el principal problema de la democracia española, y en realidad de casi todas las democracias, no es la corrupción sino la poca educación de sus ciudadanos y, consecuentemente, de sus políticos. A pesar de eso o más probablemente debido a eso, todos los políticos halagan a la ciudadanía a la que proclaman masivamente estupenda, a la inversa que sus adversarios políticos que no saben apreciarla como es debido. 

Además de esa pobreza educativa, los ciudadanos en términos generales tienen otro defecto de raíz casi física o mecánica: la peliaguda tendencia a agruparse en masas. Una masa son un montón de cuerpos que no consiguen reunir ni un solo cerebro indemne, de ahí su peligro mucho mayor que el del rinoceronte embistiendo, pero de la misma naturaleza, con una salvedad a favor del rinoceronte, que es menos influenciable que la masa y menos masivo. 

Es posible que la vieja queja de Dwight Macdonald de que cuanto más popular es un programa político menos valioso es siga siendo cierta. El norteamericano comparaba los planteamientos políticos con el arte y la literatura en el sentido de que su popularidad era inversamente proporcional a su valor, aunque inmediatamente reconocía que eso suponía un empobrecimiento y que tampoco era una regla eterna si se sabía contemplar el pasado en el que ideas defendidas por algunas minorías se hicieron extensas e hicieron avanzar a las sociedades. Pero los baños de masas mal lavan ególatras.


Desde que existe este blog no he hecho más que perder visitas y comentarios, así que lo debo estar haciendo francamente bien. Ahora en serio (lo de antes también iba en serio), durante la ocupación alemana de Francia el principal y clandestino órgano impreso de la Resistencia, Combat, era dirigido por Albert Camus. Cuando llegó la liberación, al poco tiempo, Camus, en lugar de aprovechar la posición hegemónica de ese medio y su propia posición para difundir masivamente sus ideas, dimitió. Un compañero estadounidense le preguntó por qué; su respuesta fue que había llegado a la conclusión de que escribir sobre la política de los grandes partidos y para un público masivo le impedía decir la verdad o simplemente lidiar con la realidad. A partir de entonces se dirigió a un público menos extenso (que no ha dejado de crecer a la inversa que su gran rival, el fan bolchevique Sartre, al que cada vez se le lee menos) para hablar de forma más precisa de cuestiones aparentemente más modestas.


En realidad, es tentador aplicar el mismo principio a las organizaciones políticas. En el caso catalán, mientras los independentistas no rebasaron el marco (para mí insidioso) de sus organizaciones de base, sobre todo culturales y educativas regladas (escuelas, institutos) fueron ganando la ‘guerra’ contra el monstruo del Estado español, pero cuando creyeron llegado el momento de un combate franco, de instituciones contra instituciones, fueron (y serán) derrotados. Es como el pacifismo en la independencia india, un método mucho más eficaz para enfrentarse al Imperio Británico que el de los ejércitos regulares. Al poder del Estado moderno sólo se le pueden enfrentar organizaciones que actúen en un plano distinto (lo mismo que hacen los terroristas), del mismo modo que a la violencia se la combatió más eficazmente con la no violencia en el caso de la India colonial.


Eso por un lado. Por otro, tengo la impresión que a la inversa que las influenciables masas, en el mundo actual, las revueltas basadas en oposiciones (y posiciones) individuales, esto es, morales, tienen más fuerza. Como en su día pasó con la objeción de conciencia que, basada en una posición individual saca su fuerza de ese peso del sentimiento personal.
 

En la guerra de guerrillas los independentistas venían desde hace décadas ganando sus batallas, pero cuando han sacado las tropas a la calle (nunca mejor dicho), esas masas ciudadanas tan alabadas y aborregadas y se han enfrentado protoEstado contra Estado, ha sido su debacle.


Claro que a mí todo se me vuelve insumisión, rebelión, escepticismo, y me dan ictericia las consignas (esos pareados tan lamentables) y los carnets. Porque soy un pajolero libertario, porque me pienso las cosas muchas veces, porque leo y comparo, porque la música militar nunca me supo levantar. (Y éramos mucho más guapos y salíamos mejor en las fotos cuando fumábamos)

domingo, 26 de noviembre de 2017

La ignorancia política






Vengo de una manifestación contra la violencia machista. Había una pancarta artesanal escrita sobre un cartón corrugado que rezaba “Lo contrario al feminismo es la ignorancia”. Estoy de acuerdo, y lo contrario de la política en general.

La ignorancia en sí no es grave, es decir, si es temporal. El problema es el ignorante que no lo sabe: que no sabe que no sabe, que no sabe que lo es, al revés que Sócrates, y por tanto, cree que no necesita remediarla y la convierte en permanente, algo así como sus señas de identidad. Son los que llaman Madrid al gobierno central o directamente confunden Madrid con España a la que jamás llaman así, sino Estado Español ("¿dónde has ido estas vacaciones?", "pues al Estado suizo, a ver los Alpes y luego a la autonomía de Murcia a la playa y al ayuntamiento de Alaurín a ver a mis abuelos"), imitando sin saberlo la calculada ambigüedad Franco que así no tuvo que nombrar ninguna de las dos formas de Estado anteriores, Monarquía o República, ni aceptar, claro, la de Dictadura que era la que le correspondía. 

Los mexicanos, por ejemplo llamaron Colegio Madrid al fundado por los exiliados laicos y republicanos de nuestra Guerra Civil porque sabían que Madrid (y no Barcelona sin ir más lejos) fue el último bastión de resistencia contra los fascistas y si lo hubieran llamado Colegio España se hubiera evocado, siquiera involuntariamente, al detestable régimen que no podía llamarse ni monarquía ni república.

Los ignorantes además no admiten la reciprocidad, así, si algunos independentistas catalanes (y hay que ser muy ignorantes para serlo en estos tiempos), se permiten llamar Régimen del 78 a la Transición (que estamos de acuerdo, se ha santificado en exceso, pero no dejó de ser un milagro para los que vivimos la dictadura), pero no toleran que simétricamente se llame Golpe del 2017 al suyo de octubre. Es mucho más cómodo 'luchar' contra el franquismo cuarenta años después de que Franco haya muerto, ¿Verdad señor Rufián?

Son esos ignorantes que llaman Pueblo, con mayestáticas mayúsculas, a un hipotético conjunto de ciudadanos, jamás homogéneo y menos en sus ideologías y sentimentalismos, sino solo, que es lo que importa, en derechos y deberes. Son esos ignorantes que reivindican a Marx sin haberlo leído y a Adam Smith simplemente por suponerle como adecuadamente antimarxista. Son esos tremendos ignorantes que no perciben —no digo ya que no sepan— la incompatibilidad severa de reclamarse a la vez de izquierdas y nacionalistas. Son los que creen que la esencia de la democracia es votar sea lo que sea (por ejemplo, ¿la reimplantación de la pena de muerte?) (*). 

Son los que creen que la democracia es una meta (en la que uno se instala para siempre) y no un horizonte, un proceso continuo y en continuo perfeccionamiento, una siempre insatisfecha aspiración. Son lo que no saben que la rémora mayor de las democracias no es la corrupción sino la falta de educación de sus permanentemente halagados ciudadanos, o sea, la ignorancia. Puede que muchos políticos no sean exactamente ignorantes sino expertos en manipular a ciudadanos ignorantes, y lo malo de estos últimos, como de los boludos, no es sólo que sean ignorantes, sino que son muchos. Sólo disminuyendo su número dejará la democracia de ser 'un abuso de la estadística' como decía ese genial reaccionario conocido como Borges. Los ignorantes tienen los mismos derechos (y deberes) que los catedráticos de derecho constitucional y los politólogos, con la única condición de que respeten precisamente las reglas del Estado de derecho. Porque no se puede soslayar la brecha que separa los fines —aunque sean tan anacrónicamente inviables en un mundo global como los de los nacionalismosde los medios para conseguir esos fines.


(*) El próximo mes de marzo, jóvenes que acaban de cumplir 18 años y que nunca han conocido a otro presidente que Putin votarán por primera vez a… Putin. Mola la democracia votativa, ¿no?



(**) Por cierto, leyendo la prensa extranjera sobre el conflicto catalán uno se convence de que la ignorancia no tiene fronteras, o sea, que no es nacionalista.