viernes, 31 de marzo de 2017

De cómo los capitalistas vencieron en el mundo: Keynes vs Friedman





Piove, porco governo

Neoliberal se ha convertido hoy en un apelativo peyorativo y sinónimo del capitalismo más despiadado, pero originalmente, de la mano de los fundadores del término, fue un intento de refundar el viejo liberalismo. Fueron esos muñidores el filósofo Friedrich Hayek y el economista Milton Friedman, que pretendían reinventar el liberalismo como base de una sociedad libre; en resumen, una utopía liberal por más que se haya convertido en una distopía horrenda.

Aunque pensemos en los neoliberales como malvados (y a los malvados no se les busque sino pretextos), los que justifican la codicia como motor del mundo y los responsables de las crisis financieras, no por eso podemos dejar de aprender de Hayek y Friedman. El archienemigo del filósofo austríaco y del economista neoyorquino fue el intelectual y economista británico John Maynard Keynes, pero los tres creían que las ideas de economistas y filósofos tenían mayor poder de transformar el mundo que la de los políticos y empresarios.

La historia del neoliberalismo es en cierto modo la de un homenaje a la inversa, porque se inicia cuando la socialdemocracia triunfa. Corría el año de 1947, con Keynes ya muerto y la Segunda Guerra Mundial recientemente concluida, cuando un grupo de cuarenta filósofos, economistas e historiadores, lo que hoy llamaríamos un think thank, se reunieron en el pequeño pueblo suizo de Mont Pelerin. A ese grupo de le conoció como la Sociedad de Mont Pelerin en los años posteriores. Un grupo de combatientes capitalistas en un entorno mundial en el que primaba el prestigio del socialismo democrático con el éxito del New Deal de Roosevelt en el país más capitalista del mundo, Estados Unidos, que había conseguido superar la gran depresión del 29 y los años treinta. Así que la defensa del mercado libre, hoy un mantra repetido por cualquier papanatas, era revolucionaria sin paliativos. Hayek de hecho se sentía desconectado de su tiempo. Un joven Friedman, rodeado de intelectuales de todos los rincones del mundo, se sentía asediado precisamente por ser liberal. Ocho miembros del Sociedad Mont Pelerin acabarían en años posteriores recibiendo el premio Nobel, pero en 1947 nadie habría pronosticado un éxito tan estelar y el dominio de esas ideas sobre el mundo.

Europa estaba en ruinas y los esfuerzos de reconstrucción auxiliados por la famoso Plan Marshall eran totalmente keynesianos: empleo para todos, regulación y contención del libre mercado y regulación bancaria. Del estado de guerra al estado del bienestar en pocos lustros. Pero a la vez el pensamiento neoliberal empezaba a despertar interés gracias al esfuerzo propagandístico de la Sociedad Mont Pelerin que se desarrollaría como uno de los laboratorios de ideas más influyentes, si no el que más, del siglo XX.

Friedman sustituyó a Hayek en la presidencia del grupo en los años setenta, justo cuando los logros socialdemócratas del estado del bienestar se hacían más patentes. En ese momento la sociedad se radicalizó aún más. No había ningún problema del que Friedman no culpara al gobierno, o sea, que el gobierno era el problema y no la solución ¿Desempleo?, eliminemos el salario mínimo. ¿Desastres naturales?, empleemos a empresas privadas para la ayuda de emergencia. ¿Escuelas deficientes?, privaticemos la enseñanza. ¿Atención sanitaria pública onerosa?, privaticémosla y ya puestos sustrayéndola del control público siempre ineficiente. Etcétera.

La batería de conferencias, publicaciones, simposios y demás que Friedman desarrolló en esos años fue impresionante. Entrevistas de radio, programas de televisión, libros y documentales. Y su best seller: Capitalismo y libertad, que unió desde entonces ambos términos hasta hacerlos casi sinónimos. Ideas que parecían hace poco inviables se convirtieron en políticamente inevitables, como la Ley de la Gravedad. 

Pero para su triunfo definitivo había que aguardar a una crisis, y esta llegó en 1973, cuando los países exportadores de petróleo, la OLP, subió el precio del crudo un 70% e impuso un embargo a Holanda y Estados Unidos. La inflación se disparó y las economías occidentales entraron en una espiral de recesión (la llamada estanflación). Fue la primera crisis energética (luego vinieron dos más). Se suponía que la teoría keynesiana la había ignorado y la de Friedman en cambio la había predicho. La carrera propagandista de relevos del Pensamiento Unico estaba montada: los laboratorios de ideas ultraliberales acuñaban los eslóganes que eran transmitidos a los periodistas que a su vez eran recibidos por los políticos.  Los últimos relevistas fueron el presidente norteamericano Ronald Reagan y su homóloga, la británica Margaret Thatcher, los dos dirigentes más poderosos del mundo occidental, empeñados en una lucha por ganar la Guerra Fría al bloque soviético. Y la ganaron. Y también a los sindicatos y fuerzas de defensa de los trabajadores en sus propios países y los de su entorno. El colofón fue que los propios supuestos rivales, los socialdemócratas como el nefasto Tony Blair fueron convertidos a esos mismos principios. Incluso países nominalmente comunistas, como China comenzaron esa reconversión. Marx había muerto, incluso el bueno de Keynes; el Imperio soviético estaba vencido y los sindicatos desanimados y reducidos a fósiles. Así llegamos a hoy. En menos de cincuenta años, unas ideas consideradas minoritarias y peligrosas, marginales en suma, gobernaban y todavía gobiernan el mundo, crisis tras crisis. Pero la culpa sigue siendo de los gobiernos, incluso para los radicales que se les oponen desde la izquierda.

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Parece que los únicos pensadores —por llamarles algo— influyentes son los economistas y que la única forma de resolver los problemas es hacer cuadrar las cuentas (trucadas). El poder del dogma ultraliberal ha cerrado el paso a otras ideas; así que el fin de la historia y la llegada del último hombre, como proclamó Fukuyama, parecen evidentes, no hay más que una alternativa. Keynes ya lo había anticipado más de medio siglo antes cuando escribió: “los hombres prácticos, que se consideran a sí mismos exentos de cualquier influencia intelectual, suelen ser esclavos del algún economista difunto”.

Así se consiguió que cuando Lehman Brothers se derrumbó el 15 de septiembre de 2008, inaugurando la mayor crisis desde los años treinta, no hubiera ninguna alternativa; nadie había previsto nada. Los relatos habituales de periodistas e intelectuales influyentes era que habíamos llegado al fin de la era de las grandes narrativas y de las ideologías, sustituidas por el pragmatismo (parece ser que no hay nada más práctico que conseguir que los ricos sigan llenándose los bolsillos).

No creemos en nada, pero tenemos libertad de culto.  No tenemos nada que decir, pero tenemos libertad de expresión. No nos apuntamos a nada, pero tenemos libertad de afiliación. La semana laboral de quince horas, la renta básica universal, un mundo sin fronteras y sin pobres, ¿son sueños descabellados como nos señalan los pragmáticos? Sólo la denostada utopía parece interesada en cambiar el presente e imaginar un futuro, porque sólo las ideas “descabelladas" han sido capaces en el pasado de cambiar el mundo. La utopía se aleja en la misma medida que caminamos hacia ella; ¿entonces, para qué sirve? Para caminar escapando de las viejas ideas, que es aún más importante que avanzar hacia las nuevas.



miércoles, 29 de marzo de 2017

Seamos realistas: no les creamos



La vara de medir trucada del capitalismo

Un pronóstico. Si los catalanes consiguen la independencia, cosa que dudo, lo primero que harán es lo mismo que cualquier nueva nación: crear una aerolinea nacional, un ejército y empezar a medir el PIB. Midamos el dichoso PIB; hay tres clases de mentiras: pequeñas mentiras, mentiras gordas y estadísticas. Pero a pesar del dictamen irónico de Disraeli, hay que basar las decisiones en información y cifras fiables; sólo que las que manejan los capitalistas no lo son.

Los neoliberales supuestamente pragmáticos se empeñan en ver la sanidad y la educación, los dos elementos básicos del estado del bienestar en las sociedades avanzadas, más como negocios que como derechos. En consecuencia se empeñan en dirigir los hospitales y las escuelas como fábricas, invocando la eficiencia y la productividad. Es una falacia, además de una injusticia y una fuente de desigualdad.

Cuando Mozart compuso en 1782 su cuarteto de cuerda número 14 en sol mayor (K 387) se necesitaban cuatro personas para interpretarlo. Doscientos años más tarde, hoy en día, se siguen necesitando cuatro personas. Incrementar la capacidad productiva de nuestro violín sólo se consigue tocándolo más deprisa, pero entonces alteramos negativamente la pieza. Algunas cosas en la vida, como la música (y en general todas las intangibles que merecen la pena en una vida plena) se resisten a alcanzar mayor eficiencia. Podemos fabricar productos con mayor eficiencia, a través de las máquinas, pero otras cosas no, como el arte, la atención sanitaria o la educación. Los países con altos niveles de bienestar, como los escandinavos, tienen un sector público grande, porque sus gobiernos subvencionan sectores donde la productividad no puede incrementarse simplistamente. Se pueden fabricar coches o neveras de forma más eficiente, pero las lecciones de literatura o los chequeos médicos (auxiliados por aparatos) no pueden hacerse más eficientes de forma simplista.

La enfermedad de los costes de Baumol, en referencia al economista William Baumol, sostenía en los años sesenta del pasado siglo que los precios en sectores de trabajo intensivo como la atención sanitaria y la educación aumentan más deprisa que los precios en sectores donde la mayor parte del trabajo puede automatizarse. Entonces, ¿por qué llamarlo enfermedad y no oportunidad? Porque cuanto menos tiempo dediquemos a la fabricación, cuanto más eficientes sean fábricas y ordenadores, más tiempo tendremos para dedicarlo a la sanidad y la educación o el arte. Según Baumol, el principal impedimento era la invocación falaz de no poder costeárnoslo. Una falacia muy terca y constantemente invocada por los neoliberales. Por otra parte, la educación y la sanidad no son simples gastos, sino inversiones, el mayor capital de un país es la de unos ciudadanos educados y sanos. 

Los costes de la educación y la sanidad no harán más que subir. Y la contabilidad grosera del tipo PIB no tiene en cuenta que por cada euro ganado por un ejecutivo publicitario, se pierden siete en forma de estrés, exceso de consumo, contaminación y deuda, pero por cada euro pagado en recogida de basura se crea el equivalente a doce en salud y sostenibilidad.

El sector público aporta enormes beneficios ocultos no contabilizados que los negociantes ignoran; es más, como sostenía Baumol, podemos permitirnos mayores gastos en educación y sanidad; lo que no podemos permitirnos son las consecuencias de los costes decrecientes de un país de analfabetos y enfermos. La afirmación de que 'la economía está creciendo, por consiguiente nuestro país va bien' no es exacta ni de lejos. Tan absurdos son los objetivos de una economía impulsada por el rendimiento como la planificada de planes quinquenales de la extinta por fortuna Unión Soviética. Las cifras de producción de una hoja de cálculo no reflejan para nada el verdadero valor de la vida. La productividad es para los robots, la de los humanos es la de “perder el tiempo”, experimentar, crear y explorar. Gobernar en función de números tan arbitrarios es la platilla de los políticos mediocres que acatan los dictámenes de una economía aún más  ideologizada que ellos y menos “científica” de lo que suponen. Países gobernados por tristes ignorantes que dan por hecho que nada se puede cambiar y sólo queda administrar —gestionar como ellos dicen— una realidad supuestamente inamovible.
                                                    
                                            Pidamos lo (im)posible                  


El objetivo del futuro es el pleno desempleo, para que podamos jugar. ARTHUR C. CLARKE
Hace un tiempo se le preguntó a un gran especulador si creía en la guerra de clases y contestó que por supuesto, y que la estaban ganando ellos, los ricos. El socialismo democrático, la socialdemocracia se ha convertido en el bando perdedor frente a los vencedores llenos de nuevas ideas viejas, los capitalistas. La socialdemocracia era originalmente la vía democrática al socialismo, pero se ha convertido a una suerte de capitalismo compasivo que sólo reduce los síntomas sin atacar la enfermedad, como esos malos médicos pastilleros que tratan a las grandes figuras del espectáculo y acaban matándolos. El bando perdedor debería dejar de regodearse en su superioridad moral, que de nada sirve a los pobres, abandonar ideas trasnochadas, dejar de rendir tributo a la energía empecinada y a la indignación, y buscar ideas y esperanza, retomando la única convicción política valiosa: que existen caminos mejores, que la utopía no es sólo posible sino necesaria y urgente.

No nos tomarán inicialmente en serio. Pasa con todas las ideas nuevas, como la renta básica universal, la semana laboral más corta y la erradicación de la pobreza. Pero el mayor capitalista de riesgo de la historia son los gobiernos y todas y cada una de las innovaciones revolucionarias de este mundo están financiadas por los contribuyentes, desde los teléfonos inteligentes a los robots o Internet. Cuando nos replican que somos poco realistas (porque pedimos lo ‘posible’) lo que se nos está diciendo de verdad es que no encajamos en el estatu quo, el que les favorece a "ellos". Al fin y al cabo, la mejor forma de hacernos callar, vista la ineficacia a medio plazo de la censura, es hacernos sentir tontos, para que la gente mida sus palabras ante esos listos tan tontos que se enriquecen a nuestra costa.

Eso ha pasado con la nueva idea de la renta básica universal. Pero cada vez pasará menos y será más aceptada. Finlandia y Canadá han anunciado experiencias a gran escala en este sentido. Se está extendiendo rápidamente en Silicon Valley; Give Directly está promoviendo un gran estudio de renta básica en Kenia; en Suiza se realizó un referéndum sobre el tema en junio de 2016 que se perdió, pero también se perdió el del voto femenino en 1959 que luego se ganó en 1971. Así que las batallas perdidas inicialmente son los inicios y no los finales de la guerra a ganar. Hay que apagar la tele y mirar alrededor y no dejar que los poderosos hablen por nosotros, idos acorazando, como hicieron los que abolieron la esclavitud, consiguieron el sufragio femenino y la eliminación del trabajo infantil en las minas y fábricas, la separación de la Iglesia y el Estado o el matrimonio entre personas del mismo sexo. La historia terminó dándoles la razón.





Pequeño cuento de cumpleaños




Un pajarito exhausto se posa en las jarcias de un velero que va huyendo de la tormenta que se aproxima. El pajarito no es un ave marina de las que saben enfrentarse con las inclemencias oceánicas, sino una avecilla de tierra adentro, probablemente migradora a la que los vientos han alejado de su ruta. El hijo del patrón captura al moribundo pajarillo y lo instala en una cajita rodeada de papelitos a modo de nido en el camarote y le da agua en el pico y miguitas de pastel. Poco a poco el pájaro revive. Entretanto la tormenta llega, azota el barco, los tripulantes temen no conseguir arribar a puerto seguro. Mientras el pajarito, ya revivido, revolotea entusiasmado por el camarote hasta que sin más sale por una escotilla abierta y la galerna le arrastra contra el oleaje furioso y esta vez muere. El barco llega a puerto con un niño entristecido y sin el pajarito. El pajarito somos nosotros, las víctimas de las tormentas del capitalismo desregulado y especulativo; el niño pongamos que son las ONG de ayuda y el barco y su patrón son los gobiernos. Podemos intentar no salir a volar cuando se anuncian tormentas. Podemos no salir a navegar en tiempo borrascoso. Pero lo mejor es impedir que haya tormentas. Ah, pero es que las tormentas se suceden siempre mientras haya un clima capitalista